DISCURSO PRONUNCIADO EN EL FUNERAL CELEBRADO EN SANTA CRUZ DE MADRID EL DÍA DE SANTA TERESA DE 2010

Queridos todos:

Hoy el Destino nos ha convocado aquí con las palabras que hace 2.500 años pronunciara PÍNDARO en su OLÍMPICA I: "ya que fatalmente debemos morir ¿quién querría arrastrar a través de las sombras, y también del reposo, una oscura e inútil senectud, privado de cuanto constituye la honra de una vida?... ¡Ojalá puedas, en esta vida alcanzar la cumbre de los honores! ¡Y ojalá yo mismo pueda mezclarme con los vencedores, y distinguirme, por mis méritos, entre todos los griegos!”

Desde entonces pocos, entre las ingentes masas de sucesivas generaciones, han sido merecedores de ellas. Hoy tenemos el privilegio de reunirnos aquí para rendir homenaje a una de esas singulares personas. Quizá muchos de los presentes no estemos a la altura de su estatura humana. Ocasión nos brindó para demostrarlo y no siempre nos ha sido dado aprovecharla con éxito. Muchos son los asuntos aún sin resolver que dicen poco de la condición de quienes la hemos rodeado especialmente en los últimos tiempos.

Estamos hoy aquí porque el 4 de abril estalló un camión bomba bajo la ventana abierta del despacho de Teresa en la embajada de España en Bagdad. Sin la mediación de ese malhadado acontecimiento, estaríamos ahora todos disfrutando el discurrir pacífico y armonioso de nuestras despreocupadas vidas. Pero estamos hoy aquí también porque un lejano día alguien inoculó en el cuerpo de Teresa una semilla funesta: el virus de la hepatitis C. La enfermera eficiente, la trabajadora incansable y resolutiva, la madre omnipresente, la heroína que a todos asombró, cayó abatida por la confabulación del maligno con nuestra propia inepcia, la de quienes estábamos obligados a brindarle protección, la de quienes, responsables clínicos, instituciones, profesionales, familiares y amigos, no supimos, no quisimos, preferimos no ver. Es cierto que para algunos era más difícil no ver que para otros. Para los que estábamos cerca era imposible no ver, pero tan imposible como imperdonable e irresponsable es que no vieran quienes están obligados a ver y a proveer por la fuerza de la Ley que, a buen seguro, si queremos presumir de sociedad avanzada, habrá de recaer sobre quien corresponda.

Estamos hoy aquí porque ese maldito germen había minado el organismo de Teresa hasta un punto imposible de imaginar por un ordinario mortal: intensos dolores en lo que los médicos llaman “nivel de calcetín”, deterioro vascular progresivo, insensibilidad en las extremidades inferiores, brotes de púrpura sanguinolenta, progresiva extensión del daño a las extremidades superiores, caída inopinada de objetos. Silencio. Las manos poderosas, precisas, portentosas manos de jugadora internacional de baloncesto, A.T.S. sutilísima, gran MULLIER FABER de nuestra era, le abandonaban como antes le abandonaron sus pies incansables de bailarina, de cuando trabajara para el Dúo Dinámico, de gran motera, amazona poderosa sobre su indómita “Cota dos y medio”; esos pies que arrastraron por los cinco continentes su dolor en silencio, hasta el punto de que en su última morada, yaciendo inerte sobre la cama del hospital militar, aparecían por debajo de las sábanas, señal inequívoca de que todavía en su última hora tuvo que pedir que no le rozara la tela; esos pies, decía, que arrastró sembrando sólo el bien calladamente, hollando sin hacer ruido en las almas de cuantos a ella se acercaban fueran o no capaces de captarla… Pies, manos… cabeza, a la semilla del mal sólo le quedaba la cabeza. El daño neurológico y vascular avanzaba hacia su objetivo letal.

Estamos hoy aquí porque alguien no estaba donde tenía que estar el 4 de abril, en pleno semestre de presidencia española en Europa, período en el que España ostenta la representación de Occidente y, por tanto, se convierte por derecho en el objetivo de los islamistas violentos. Ese día no estaba donde tenía que estar quien podía con su autoridad y atribuciones adoptar las medidas necesarias que hubieran permitido detectar y atajar el grave daño que la onda expansiva había ocasionado en su maltrecho organismo. Las lesiones internas: un aneurisma latente bajo su cráneo sufre los efectos brutales de la brusca desaceleración, eso mismo que en accidentados de tráfico sin traumatismo aparente se ha dado en llamar por los expertos “síndrome de onda expansiva” es exactamente, y no otra cosa llamada -por los inexpertos voluntarios o involuntarios que nos han venido apareciendo- “insolación”. Una insolación que provoca un derrame cerebral. Asunto resuelto, jefe. Podemos irnos a casa en paz. No hay paz. No va a haber paz, cuando se nos ha traído así a Teresa de la guerra. No va a haber paz hasta que ella pueda descansar en Paz con mayúscula porque se le ha dado el Reconocimiento que merece con mayúscula, porque le asiste el Derecho con mayúscula.

Pudo haber habido paz si desde el primer momento se hubiera actuado conforme a lo que cabe esperar en orden a la protección, al cuidado, a la preservación de la vida de Teresa. Pudo haber paz, si, todo consumado, hubiera recibido ella, en la persona de sus hijos olvidados lejos de su madre, el consuelo, la cercanía, la ayuda que se nos ofreció y ahora se nos se nos escamotea. ¡Se le escamotea a ella! ¡Aquí mismo también! Porque han venido a honrarla. Billetes, por favor... Señores, a este tren hay que subir con billete… Pudo haber paz –decía-. Puede haber paz. Estamos hoy aquí con la esperanza de lograrla.

Misas y oraciones como ésta se están celebrando en los 5 continentes, desde donde ha alcanzado los cielos el nombre de Teresa, desde donde ha de llegar a los despachos cortesanos el clamor por la restitución que merece.

Teresa, nacida en Lavapiés, a la espalda de estos muros, no sólo paseó por el mundo, como hiciera nuestro inmarcesible Hidalgo, su españolísimo nombre, sino también sus apellidos, Esquivias Ugena, dos lugares castellano manchegos que, contrariando la voluntad de Cervantes, con la fuerza con que sólo alguien como ella puede lograrlo, esta vez sí querremos todos recordar. De este modo, una mujer paradigma de nuestra época ha dejado pequeño el mito santo y seña de lo español, cuando clamaba ”Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos”.

Descanse en paz Teresa Esquivias Ugena.

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sábado, 9 de octubre de 2010

III






Alquilamos un pisito en San Ginés de los Picos, en uno de los bloques de ladrillo ocre que asoman en la Avenida del Jordán por encima del Hospital del Valle de Hebrón. Era amplio, luminoso y bien distribuido, con una vista espléndida a la montañosa campiña coronada por la torre de la iglesia parroquial. Para amueblarlo nos dirigimos a pedir un crédito a la sucursal de La Caja más próxima a mi casa. Nunca antes había estado allí. El director era un tipo oscuro y sin relieve, con una indumentaria indefinida en la que dominaba el gris mimetizado con el dudoso resplandor de los fluorescentes. En cuanto terminó de escuharme enrojeció de ira y me expulsó con cajas destempladas de allí. ¡Menuda desfachatez, ir a pedir dinero sin haber ahorrado nada en 23 años de vida! "¿Qué ha hecho usted hasta ahora?", "estudiar", "¿estudiar?, y de trabajar nada? ¿Y se cree que el dinero va a salir por ensalmo de la nada?", "hombre tengo mis ingresos...", "¡fuera de aquí, insensato!" Ella guardaba silencio. Acabamos pidiendo el crédito en su banco. Aquella misma tarde, en un santiamén, al pasar por una tienda con rótulo anunciando liquidación teníamos amueblada la casa a base de muebles de estilo castellano, salvo el salón, con un tresillo con sillones balancines de estilo inglés y el comedor con sillas mallorquinas.

La lista de bodas, por indicación familiar, la encargamos a Vidosa. A ella no le hizo gracia, era un sitio demasiado caro y exclusivo, pero era lo que había. Era digno verla desplegar en la mesa del comedor de mi casa, donde establecimos el cuartel general, la carpeta roja con el arlequín en la portada y llevar el seguimiento de todo al dedillo. Por sus manos desfilaban veloces listados, albaranes, notas, órdenes, contraórdenes, avisos, devoluciones, aclaraciones, aclaraciones de devoluciones, devoluciones de aclaraciones. Todo. Y en todos los colores. Todo en su lugar y perfectamente identificado. En un abrir y cerrar de ojos despachaba lo que fuera y a otra cosa. La lista de invitados, vamos con ello, las participaciones, antes de que se hablara de algo ya tenía claro quiénes iban a ir a la ceremonia y al convite, sólo a la ceremonia, sólo al convite, ni a la ceremonia ni al convite, el formato y el tipo de papel, el diseño de la letra, la distribución del texto... Las sesiones concluían con un expresivo mutis de mi madre hacia la cocina a preparar la cena y un leve cabeceo admirativo de mi padre, mientras volvía a sumergir la mirada en el proceloso mar de tinta que le brindaba el tabloide La Vanguardia Española, como ese mar que aguarda al buen pescador de caña que era, tras la última distracción, para informarle con su aspecto y disposición de las posiblidades de seguir esperanzado la pesquera o recoger los bártulos hasta mejor ocasión. A veces, yo ponía alguna pega. Por poner algo. Y surgía una discusión. Entonces el aire se tensaba y todo quedaba suspendido entre las miradas silenciosas de mis padres sin que ella pareciera darse cuenta o no le importara lo que sucedía a su alrededor. Entonces, mi madre subrayaba su mutis con un elocuente suspiro al que contestaba mi padre sin levantar la vista del periódico:
“No, Ana María, ¡si lo peor va a ser la reconciliación…!”

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